El mes de noviembre llega con un llamado muy especial. Después de celebrar el Día de Todos los Santos, la Iglesia nos invita a contemplar la multitud incontable que ya vive en la presencia de Dios. Es el mes de la santidad, un tiempo para recordar que todos, tanto niños, como jóvenes, adultos y ancianos llevamos en el corazón una vocación común: ser santos, reflejar el rostro del amor de Dios allí donde estamos.
En las escuelas, en la catequesis, en los hogares, este mes puede convertirse en una verdadera fiesta del Espíritu Santo, que inspira a los más pequeños a descubrir que la santidad no es cosa de “otros tiempos” ni de “personas extraordinarias”, sino la aventura diaria de amar.
La santidad: la vocación común de todos los cristianos
El Concilio Vaticano II, en la constitución Lumen Gentium, nos recordó algo que el Evangelio ya había revelado: “Todos en la Iglesia, ya pertenezcan a la jerarquía o sean parte del laicado, están llamados a la plenitud de la vida cristiana ya la perfección del amor” (LG 40).

No se trata de un ideal inalcanzable, sino del camino ordinario del cristiano, iluminado por el Espíritu Santo. Como lo mencionaba el Papa Francisco en Gaudete et Exsultate: "No tengas miedo de la santidad. No te quitará fuerzas, vida o alegría. Todo lo contrario: llegarás a ser lo que el Padre pensó cuando te creó, y serás fiel a tu propio ser" (GE 32).
La santidad es, entonces, la historia de amor entre Dios y su criatura. Y esa historia puede comenzar desde la infancia.
Los santos: hombres y mujeres que transpiraron a Dios
Cuando pensamos en los santos, a veces imaginamos figuras lejanas, de vitrales o estampas. Pero la Iglesia nos enseña que los santos son personas de carne y hueso, hombres y mujeres que respiran el mismo aire que nosotros, con alegrías y luchas, pero que dejaron que el Espíritu Santo hiciera en ellos su obra.
San Agustín lo expresó encantadoramente: “Dios que te creó sin ti, no te salvará sin ti”. Los santos comprendieron esto: que la gracia de Dios pide nuestra colaboración, que la santidad es dejar a Dios ser Dios en nosotros.
Desde los primeros mártires, pasando por los Padres de la Iglesia, los monjes, los misioneros, los fundadores y las madres anónimas que santificaron su hogar con paciencia, todos nos muestran un mismo mensaje: la santidad no consiste en hacer cosas extraordinarias, sino en amar extraordinariamente las cosas ordinarias.
San Gregorio de Nisa, reflexionando sobre la vida cristiana, decía: “La verdadera grandeza del hombre consiste en asemejarse a Dios”. Y eso, lo lograron quienes, en su sencillez cotidiana, se dejaron moldear por el Espíritu hasta reflejar su rostro.
La santidad que se aprende desde niños
Jesús mismo nos mostró el camino cuando dijo: “Dejen que los niños vengan a mí, porque de los que son como ellos es el Reino de los cielos” (Mt 19,14). La santidad no se enseña como una lección, sino que se contagio como la luz. Los niños son tierra fértil para esta semilla divina: sus corazones puros, su imaginación, su capacidad de admirar y su sensibilidad al bien, los hacen especialmente abiertos al amor de Dios.
Por eso, enseñar a los niños la vida de los santos no es una simple catequesis: es una iniciación en el arte de amar. Los santos son las parábolas vivas del Evangelio. Son ejemplos concretos que muestran que es posible vivir las Bienaventuranzas hoy, en cualquier edad o lugar.
La madre Teresa de Calcuta, San Francisco de Asís, San Martín de Porres, Santa Teresita, San Juan Bosco, cada uno nos enseña algo distinto del mismo Evangelio. Mostrar estas historias a los niños es como ofrecerles un espejo donde puedan descubrir dónde ellos también están llamados a ser.
Enseñar la santidad en casa, en la escuela y en la catequesis
Educar en la santidad es acompañar al niño a reconocer el bien y elegirlo, a descubrir la presencia de Dios en lo pequeño. No se trata de imponer modelos, sino de inspirar admiración, de narrar vidas que despierten el deseo de imitar el bien.
Los santos se convierten así en amigos del alma, compañeros del camino espiritual de los niños. En el hogar, los padres pueden contar sus historias como quien relata una aventura de amor y fe. En la escuela, los maestros pueden usarlas como ejemplos de valores. En la catequesis, los catequistas pueden presentarlas como testimonio del Evangelio vivido.
Cada historia santa tiene el poder de iluminar una virtud:
- San Francisco enseña la alegría de la pobreza y el amor por la creación.
- Santa Teresita, el valor de lo pequeño hecho con gran amor.
- San Juan Bosco, el optimismo educativo y la confianza en los jóvenes.
- Santa Clara, la pureza luminosa y la fe confiada.
De este modo, los niños aprenden que la santidad no está reservada a los adultos, sino que ellos también pueden ser santos en su mundo: compartiendo, obedeciendo, rezando, cuidando, perdonando, sonriendo.
Un don del Espíritu que transforma lo cotidiano
La santidad no es el resultado del esfuerzo humano, sino fruto del Espíritu Santo. Es Él quien actúa en los corazones humildes y transforma los actos más sencillos en obras de amor.
Los Padres de la Iglesia insistieron mucho en esto. San Basilio decía: “El Espíritu Santo santifica no solo las almas, sino también los cuerpos, porque habita en el hombre entero”. Y San Ireneo afirmaba: “La gloria de Dios es el hombre vivo, y la vida del hombre consiste en la visión de Dios”.
Educar a los niños en la conciencia de que Dios habita en ellos es el inicio de la santidad. Ayudarles a descubrir que su oración, su sonrisa o una buena acción, son participación en la vida divina, es abrirles el horizonte de lo eterno.
Una herramienta para cultivar corazones santos
Con esta convicción, Paulinas presenta: “Mi primer libro de santos”, una obra pensada especialmente para ayudar a padres, maestros y catequistas a introducir a los niños en la hermosa aventura de la santidad.
Este libro es mucho más que una colección de historias. Es una guía pedagógica y espiritual, llena de color, ternura y enseñanza. Cada página invita a los pequeños a descubrir que ser santo no es ser perfecto, sino dejarse amar por Dios y responder a sus enseñanzas con alegría.
A través de un lenguaje sencillo y visual, los niños conocen a los santos como amigos cercanos. Las ilustraciones despiertan la imaginación, y los textos breves ayudan a sembrar valores como la generosidad, la oración, la bondad, la justicia y la paz.
Padres y catequistas encontrarán en él una herramienta invaluable para acompañar el crecimiento espiritual de los niños. En tiempos donde el ruido del mundo ofrece modelos efímeros, este libro presenta luminosos ejemplos que conducen al corazón de Jesús.
Los santos: pedagogos de la fe
Los santos no solo nos enseñan cómo vivir, sino también cómo educar. Ellos fueron los primeros catequistas con su testimonio. San Juan Bosco, comprendió que “la educación es cosa del corazón”. Santa Teresa de Jesús, mostró que la oración puede ser un diálogo sencillo y alegre. San Francisco Javier, reveló la pasión misionera. San José, nos enseñó el silencio laborioso del amor.
En la formación de los niños, la presencia de estos modelos es vital. Ellos inspiran a los pequeños a mirar la vida con ojos de fe, a descubrir que la santidad no consiste en dejar de ser niños, sino en serlo de verdad: confiados, alegres, libres, amados.
Formar el corazón, iluminar la mente
Educar para la santidad es educar integralmente: formar la mente con el conocimiento del bien, pero sobre todo formar el corazón en el amor. En una cultura donde muchas veces se mide el éxito por la apariencia o la competencia, hablar de santidad es volver a lo esencial: enseñar a amar como Jesús.
Cuando un niño aprende a perdonar, a compartir sus juguetes, a rezar por otro, a cuidar la naturaleza o a ayudar en casa, está dando pasos de santidad. Son gestos pequeños, pero con un valor eterno.
Como decía San Juan Pablo II: “El mundo necesita testigos, no maestros; y si escucha a los maestros, es porque son testigos”. Cada padre, madre o catequista que vive con alegría su fe ya está enseñando santidad.
Sembradores de esperanza
La santidad no es un ideal lejano: es una posibilidad cotidiana, un proyecto de amor que empieza desde la infancia. Cuando enseñamos a los niños a mirar el bien, a reconocer a Dios en lo pequeño ya vivir con alegría el Evangelio, estamos sembrando santos para el mundo de hoy.
El mes de noviembre, mes de la santidad, es una ocasión preciosa para renovar este compromiso educativo y pastoral. Que cada familia, escuela y comunidad se conviertan en un pequeño taller del Espíritu Santo, donde los niños puedan aprender que su vida tiene un sentido profundo: reflejar el amor de Dios.
Y para acompañar este hermoso camino, “Mi primer libro de santos” es una puerta abierta a esta aventura. Con su lenguaje sencillo y sus historias llenas de fe, ayuda a que los niños conozcan, amén e imiten a los amigos de Jesús.
Porque educar en la santidad es educar para el cielo, y quienes siembran hoy semillas de santidad en el corazón de un niño, están construyendo el paraíso del mañana.
